En pleno 2025, el uso de la IA en la educación ya no es una posibilidad futura, sino una realidad urgente. Herramientas como ChatGPT, Gemini o Claude están al alcance de cualquier alumno con acceso a internet. Y sin embargo, la reacción más común de muchos centros educativos ha sido prohibirlas o ignorarlas. ¿Estamos, una vez más, educando para un mundo que ya no existe?
Sal Khan, fundador de Khan Academy, lo expone con claridad en su entrevista para la BBC: prohibir la IA en las aulas es tan absurdo como lo habría sido prohibir las calculadoras cuando aparecieron. El verdadero reto no es evitar que los estudiantes usen estas herramientas, sino enseñarles cómo usarlas bien, cómo sacarles provecho, y sobre todo, cómo pensar de manera crítica frente a ellas.
De la amenaza al potencial educativo
El miedo inicial es comprensible: ¿copiarán los alumnos los deberes con IA? ¿Dejarán de pensar por sí mismos? Pero estas preguntas solo rascan la superficie. La IA, bien integrada, no sustituye al pensamiento humano: lo potencia.
Desde hace años, Khan Academy trabaja en la creación de tutores virtuales basados en IA que acompañan al estudiante paso a paso, identifican sus dudas, adaptan el nivel de dificultad y le enseñan a razonar. Como se ve en el vídeo oficial del proyecto, estos asistentes no solo resuelven ejercicios, sino que preguntan, motivan, sugieren… En definitiva, enseñan a aprender.
Un ejemplo revelador es el de una institución educativa británica que ha revolucionado el concepto de enseñanza al gran parte de su formación en el uso de la inteligencia artificial. Cada alumno tiene acceso a un sistema de tutorización inteligente que adapta el contenido, evalúa el progreso en tiempo real y propone itinerarios personalizados de aprendizaje. Los profesores no desaparecen, pero su rol cambia: se convierten en mentores, guías humanos que aportan criterio, motivación y empatía a un entorno altamente automatizado.
Lo anterior no es una utopía futurista: ya está en funcionamiento. Y demuestra que es posible repensar la educación desde los cimientos, integrando la IA de forma estructural, ética y pedagógica. No para sustituir, sino para amplificar la capacidad de cada estudiante de encontrar su propio camino de aprendizaje.
Esta experiencia nos obliga a hacernos una pregunta incómoda: ¿estamos en España, en Canarias, en nuestros centros, preparando algo similar? ¿O seguimos construyendo una educación basada en la desconfianza hacia el alumno y la negación del presente?
Una experiencia personal que lo confirma
Recuerdo perfectamente cómo, en mi etapa escolar, hubo materias que me costaron mucho, no porque no tuviera interés, sino porque no encontraba el ritmo adecuado o el tipo de explicación que me ayudara a entender. En aquellos momentos, no existían recursos personalizados, y si no encajabas en la forma de enseñar del profesor o no podías permitirte clases particulares, te quedabas atrás.
Imaginar lo que habría supuesto contar con un tutor de inteligencia artificial que pudiera adaptarse a mis necesidades concretas, que me explicara las cosas de otra forma, que me acompañara sin juicios, me hace entender profundamente el potencial humano que tiene esta tecnología cuando se usa con criterio. Y sobre todo, la necesidad de que nuestros estudiantes de hoy puedan acceder a esas oportunidades que muchos de nosotros no tuvimos.
Formar para el presente (y el futuro)
El sistema educativo no puede seguir actuando como si estuviéramos en el siglo XX mientras los alumnos viven en pleno siglo XXI. Si en casa ya conviven con asistentes inteligentes, acceden a información en segundos y pueden resolver dudas a través de herramientas como ChatGPT, ¿cómo pretendemos que aprendan a discernir lo que es válido, veraz o ético si en clase se les prohíbe explorar ese mismo entorno?
Formar para el presente implica asumir que la inteligencia artificial ha llegado para quedarse. Y eso exige un cambio de mentalidad, no solo en los planes de estudio, sino también en la formación del profesorado. Los docentes deben ser acompañados y capacitados, no solo técnicamente, sino desde una mirada pedagógica: cómo convertir la IA en un recurso de aprendizaje, cómo fomentar la curiosidad sin delegar el pensamiento, cómo integrar la herramienta sin perder la esencia humana de la enseñanza.
Formar para el futuro, en cambio, implica mirar más allá: preparar a los alumnos no para memorizar contenidos que cambiarán, sino para adquirir habilidades transversales que seguirán siendo necesarias en cualquier escenario tecnológico. Algunas de estas habilidades clave son:
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Pensamiento crítico, para saber cuándo una respuesta generada por IA es válida o cuándo necesita ser cuestionada.
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Capacidad de análisis, para entender cómo funcionan los algoritmos, cómo se entrenan los modelos, y qué implicaciones tienen.
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Creatividad e innovación, para no solo consumir IA, sino también aprender a utilizarla como herramienta en proyectos, investigaciones o soluciones propias.
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Ética digital, para usar la tecnología desde la responsabilidad, la empatía y el respeto por el otro.
Ya existen países y regiones que están avanzando en esta línea. En Singapur, por ejemplo, el currículo escolar incluye desde edades tempranas nociones básicas sobre inteligencia artificial, y se promueve su uso como herramienta de aprendizaje en proyectos reales. En Finlandia, el curso nacional “Elements of AI” ha sido adaptado para colegios. En España, sin embargo, las iniciativas aún son aisladas y voluntaristas, muy dependientes del entusiasmo de ciertos docentes o centros pioneros.
Si no damos un paso firme hacia una transformación estructural, corremos el riesgo de seguir generando una brecha educativa: no entre quienes tienen o no acceso a internet, sino entre quienes saben usar la inteligencia artificial a su favor… y quienes se convierten en usuarios pasivos de algo que no entienden.
La IA no sustituirá a los buenos profesores. Pero sí puede potenciar a todos los que estén dispuestos a evolucionar con ella. El reto no es tecnológico, es cultural. Y empieza en las aulas.
Conclusión: educar para discernir, no para temer
La educación no puede basarse en el miedo. Si queremos ciudadanos críticos, empáticos y preparados para el mundo que ya está aquí, debemos dejar de ver la inteligencia artificial como una amenaza y empezar a verla como una oportunidad. Como recuerda Sal Khan, «cuando se usa bien, la IA puede ser el mejor profesor que jamás hayamos tenido«.
Ya no es tiempo de debatir si la IA tiene o no cabida en las aulas. La verdadera cuestión es cómo vamos a formar a nuestros jóvenes para que vivan, trabajen y piensen en un mundo donde la inteligencia artificial será tan cotidiana como el correo electrónico o los buscadores web.
La inteligencia artificial no puede seguir tratándose como una trampa escolar o un recurso anecdótico. Es ya una competencia básica, una lengua digital que nuestros hijos deben aprender a hablar con fluidez. Y para eso, necesitamos sistemas educativos valientes, docentes formados, normativas que acompañen —no bloqueen—, y una sociedad que entienda que educar para la inteligencia artificial es, en el fondo, educar para la libertad de pensamiento.
La IA no elimina el esfuerzo, no borra el mérito, no impide la reflexión. Pero sí puede nivelar oportunidades, personalizar caminos, liberar tiempo para lo verdaderamente importante: aprender a pensar, a crear y a ser mejores personas en un mundo que cambia a gran velocidad.