Amanece en la ciudad y, mientras el sol apenas se asoma, nuestros días ya está siendo documentado. La alarma, configurada en un dispositivo inteligente, notifica a su respectivo servidor no solo la hora a la que despertamos, sino también cuántas veces se pospuso. Aunque parezca un acto trivial, es el primer paso en una larga cadena de interacciones digitales que conforman nuestro rastro diario de datos.
Antes de levantarnos, muchos revisamos el móvil: correos electrónicos, notificaciones de redes sociales y las noticias del día. Cada clic, cada desplazamiento por la pantalla, cada interacción, es un dato que se envía y se almacena. ¿Qué artículos leemos? ¿En qué enlaces hacemos clic? Aún sin comentar o dar «me gusta», nuestros intereses están siendo perfilados.
El desayuno es otro momento capturado: una búsqueda de una receta en una aplicación y luego un registro de nuestra alimentación en otra. Nuestras preferencias culinarias, hábitos alimenticios y horarios de comidas quedan expuestos. Al salir de casa, activamos el GPS para el tráfico matutino; nuestra ubicación exacta, ruta habitual y el tiempo que pasamos en el tráfico son meticulosamente rastreados.
Durante el día, cada pago que realizamos con nuestra tarjeta vinculada a una aplicación, cada compra que registramos o cada oferta que revisamos en línea se suma a un perfil de consumo que empresas de todo tipo utilizan para entender y predecir nuestro comportamiento de compra. Nuestras pausas para café, capturadas a través de geolocalización, incluso sugieren cuáles son mis lugares favoritos.
Por la tarde, una sesión de ejercicio, rastreada por nuestros relojes inteligentes, ofrecen datos sobre nuestra salud y actividad física. Ritmo cardíaco, pasos, calorías quemadas y hasta el progreso en diferentes actividades físicas se sincronizan y almacenan en la nube.
Al llegar la noche, decidimos ver una serie en una plataforma de streaming. Nuestra elección de entretenimiento, lo que vemos, cuándo y cuánto tiempo, son datos que reflejan nuestras preferencias culturales y de ocio. Incluso la interacción con dispositivos domésticos inteligentes—ajustar el aire acondicionado o la calefacción, conectar nuestra aspiradora, apagar las luces, etc — es parte de este constante flujo de información.
Antes de dormir, un último vistazo a las redes sociales para despedir el día. Comentarios, «me gusta», publicaciones; cada acción es una pieza más del rompecabezas que compone nuestro perfil digital. Y mientras dormimos, nuestros relojes o anillos inteligentes monitorizan nuestro ciclo de sueño, registrando cada movimiento, cada ronquido, cada interrupción.
Así termina un día típico en una vida digitalizada. Cada paso que damos, cada decisión que tomamos, queda registrado, analizado y almacenado. A lo largo de un solo día, hemos generado cientos de piezas de información que, aunque personales y triviales para nosotros, son valiosísimas para quienes saben cómo usarlas.
Este recorrido por un día en mi vida no es solo nuestro; es un espejo de nuestra sociedad contemporánea. Al aceptar términos y condiciones sin leer, al permitir acceso a nuestras ubicaciones, contactos y preferencias personales, hemos abierto ventanas a nuestra vida que, en otro tiempo, habríamos considerado inviolables. La pregunta que queda es: en este intercambio constante de datos por conveniencia, ¿qué estamos realmente dispuestos a sacrificar? ¿Y es posible alguna vez cerrar la puerta que hemos abierto tan ampliamente?